“¿De qué murió Jesús?”.

UNA CRUZ EN VEZ DE PIEDRAS

La crucifixión es uno de los tormentos más crueles que haya inventado el ser humano. Los mismos romanos, que la popularizaron en el mundo antiguo, la miraban con horror. La consideraban un castigo tan humillante que solo la aplicaban a los esclavos y extranjeros, y únicamente en delitos políticos graves, como la deserción del ejército, la sublevación o la alta traición.

Pero fueron los persas quienes inventaron esta tortura. Para ellos, la tierra era sagrada, de modo que idearon un castigo en el que el condenado estuviera lo más lejos posible del suelo, para no contaminarlo. De los persas, la crucifixión pasó a los fenicios. Y de ellos, la aprendieron los romanos, que la aplicaron luego en todo el antiguo Oriente.

Cuando Jesús nació, hacía décadas que los romanos se habían apoderado de Palestina, y habían introducido la crucifixión como castigo para los revoltosos. Por eso, cuando Jesús fue condenado a muerte por las autoridades, su fin fue morir en la cruz. Si lo hubieran matado los judíos, seguramente habría muerto apedreado, pues la pena de muerte propia de los judíos era la lapidación, como vemos en las escenas en que quisieron apedrearlo (Jn 10,31; 11,8); o en el episodio de la adúltera a la que quisieron apedrear ante Jesús (Jn 8,5); o en cómo mataron a Esteban con piedras (Hch 7,59).

UNA MUERTE PAVOROSA

¿Qué es lo que volvía tan terrible la crucifixión?
El hecho de que el condenado moría después de una lenta y espantosa asfixia. En efecto, al tener sus brazos estirados al máximo y en tensión, los músculos del pecho conservaban el aire viciado dentro de los pulmones, y le impedían largarlo hacia fuera. De ese modo, sufría el ahogo progresivo, es decir, experimentaba lo mismo que si lo hubieran ido estrangulando poco a poco. Si nosotros hacemos la prueba de extender los brazos y mantenerlos en esa posición durante un momento, notaremos cómo nos va faltando el aire gradualmente.

Pero este no fue el único suplicio que padeció Jesús. Según los evangelios, en las últimas horas de su vida atravesó por otras circunstancias sumamente crueles, que contribuyeron a que su deceso fuera más doloroso aún.

EL SUDOR DE SANGRE

Según los evangelios, los padecimientos de Jesús habrían comenzado antes de su arresto, cuando se hallaba rezando a solas en el huerto de Getsemaní. Cuenta Lucas que en aquel momento, producto de una fuerte crisis emocional, sufrió un trastorno llamado sudor de sangre. El relato dice así: “Y en medio de una gran angustia, Jesús rezaba con más insistencia; y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44).

Este fenómeno, perfectamente documentado en la literatura médica, se llama hematohidrosis (del griego haima = sangre, e hidrós = sudor). De acuerdo con la medicina, cuando una persona se encuentra abrumada por la angustia, el miedo u otra emoción muy fuerte, los vasos capilares (extendidos por todo el cuerpo bajo la piel) se dilatan y expulsan pequeñas gotas de sangre que suben hacia las glándulas sudoríparas; una vez allí, la sangre se mezcla con el sudor, y luego en forma de transpiración sale hacia el exterior a través de los poros.

Los biblistas ponen en duda la historicidad del sudor de sangre en el caso de Jesús. Pero, de haber sucedido, Jesús tendría que haberse encontrado esa noche en un estado emocional crítico. Habría intuido que su situación se había vuelto difícil, y que su vida corría peligro.

Según los especialistas médicos, cuando una persona sufre de hematohidrosis, su cuerpo queda muy debilitado y su piel sumamente sensible, por lo que debe ser internado inmediatamente. Jesús no solo no fue internado, sino que esa noche fue sometido a una agobiante jornada de ultrajes, lo que explicaría que su muerte fuera más rápida de lo esperado.

CON ESPADAS Y PALOS

A continuación, tuvo lugar su arresto. Según San Marcos, llegó una banda con espadas y palos, que se abalanzaron sobre él y lo arrestaron (Mc 14,43.46). Fue llevado con rudeza a la casa del sacerdote Anás, que era el suegro del Sumo Sacerdote Caifás, y luego de un breve interrogatorio lo dejaron prisionero con un grupo de guardias hasta el día siguiente.

Marcos, Mateo y Lucas describen entonces una serie de humillaciones padecidas por Jesús esa noche, de manos de sus custodios. “Algunos empezaron a escupirle, y tapándole la cara lo golpeaban mientras le decían: «Adivina, ¿quién te ha golpeado?» Y los sirvientes le daban bofetadas” (Mc 14,65). Podemos imaginar el daño físico que estos ultrajes provocaron en el rostro y en la cabeza de Jesús.

SOBRE UNA PIEL DOLORIDA

De acuerdo con las crónicas evangélicas, después de un juicio sumario, el gobernador Poncio Pilato lo condenó a muerte. Pero previamente, como era costumbre entre los romanos, lo hizo flagelar. La flagelación fue realizada en público (como se lee en Mc 15,15-16), y no en privado (como suele representarse en cuadros y pinturas). El acto tuvo lugar en una plaza llamada Gábata (en arameo), Litóstrotos (en griego) o El Empedrado (en castellano) (Jn 19,13). Luego de desnudar a Jesús, los romanos lo ataron con las manos en alto para que no pudiera cubrirse ninguna zona del cuerpo con los brazos, y para que en caso de shock no cayera al suelo. El instrumento utilizado para azotarlo era el flagrum, compuesto de un mango corto de madera, del que salían dos o tres correas de cuero de unos 50 centímetros de largo, y en cuyas puntas había dos bolitas de plomo que servían para arrancar trocitos de carne en cada golpe, y así lesionar más el cuerpo.

¿Cuántos latigazos recibió? Las autoridades judías solían castigar a los malhechores con un máximo de 39 azotes. San Pablo, por ejemplo, cuenta: “Cinco veces recibí de los judíos 40 azotes menos uno” (2 Cor 11,24). Pero Jesús no fue flagelado por los judíos, sino por los romanos. Y la costumbre romana no limitaba el número de azotes, de modo que sus verdugos debieron de golpearlo cuanto quisieron, o hasta que se cansaron. Solo tuvieron que cuidar que no se les muriera, para poder crucificarlo.

La flagelación no solo dañó la piel de Jesús, sino también sus órganos internos. Los fuertes golpes en las zonas renal y hepática provocaron sin duda la disfunción de los riñones y el hígado. La nueva pérdida de sangre lo dejó materialmente sin fuerzas. Por eso, cuando desataron las cuerdas que lo sujetaban, debió de caer al suelo sobre el charco de sangre provocado por su cuerpo.

LA CORONA DE ESPINAS

Luego de la flagelación, Marcos (15,17), Mateo (27,29) y Juan (19,2) cuentan que los soldados romanos le colocaron una corona de espinas en la cabeza. Esta no consistía en un simple aro alrededor de la sien, como suele verse en nuestros crucifijos, sino que era un casco que recubría toda la parte superior de la cabeza, ya que esa era la forma de las coronas orientales del siglo I. Pero no solo se la pusieron, sino que, según el evangelio, lo golpeaban con una caña en la cabeza (Mt 27,30), clavándole aún más sus espinas. Sabemos que la frente, las sienes y todo el cuero cabelludo constituyen una zona de nervios muy sensibles, cuyas afecciones neurálgicas son de las más dolorosas del cuerpo humano.

Podemos, pues, imaginar la tortura producida por las decenas de agudísimas puntas penetrando en su cabeza, algunas de las cuales alcanzarían inclusive a llegar a los mismos huesos del cráneo. Aquellas espinas posteriormente fueron clavadas, remachadas y frotadas una y otra vez por los cabezazos que Jesús tuvo que haber dado, mientras intentaba respirar colgado en la cruz. Por lo tanto, el sufrimiento de tal coronación lo acompañó hasta el momento de su muerte.

CAMINO AL CALVARIO

Posteriormente volvieron a vestirlo en la plaza y le cargaron la cruz sobre su espalda para conducirlo hasta el patíbulo. Pero no toda la cruz como muestran las pinturas, sino solo el palo horizontal, llamado patibulum. Para ello le extendieron los brazos, pusieron sobre sus hombros el travesaño de unos 50 kilos de peso y se lo ataron a los brazos. Mientras tanto, el palo vertical, llamado stipes, aguardaba ya clavado en el lugar de la ejecución, pues probablemente se lo empleaba para más de una ocasión. Con los brazos así abiertos y sujetos, el madero le impedía a Jesús apoyarse o protegerse en caso de que tropezara por el camino. Si, pues, en algún momento Jesús cayó durante su marcha, episodio que sabemos por los libros apócrifos pero que los evangelios canónicos no mencionan, debió haber estrellado el rostro contra el piso.

El trayecto recorrido por Jesús desde el Pretorio de Pilato (donde se dictó la sentencia de muerte) hasta el Gólgota (lugar donde lo crucificaron) fue de unos 500 metros. Durante el camino, la áspera y desastillada madera que llevaba encima fue destrozando los tejidos de la espalda y provocando excoriaciones en sus hombros, totalmente cubiertos ya de heridas por la flagelación, y que ahora se reabrían y ahondaban a cada paso que daba. Semejante esfuerzo debilitó tanto a Jesús que, según cuentan los tres evangelios sinópticos, los soldados tuvieron que obligar a un hombre que volvía de sus trabajos del campo, llamado Simón de Cirene, a ayudarlo a cargar la cruz.

LA CRUCIFIXIÓN

Llegados al lugar del tormento, los evangelios solo dicen: “Y lo crucificaron” (Mt 27,38; Mc 15,24; Lc 23,33). Nada más. Apenas tres palabras. Pero nosotros, gracias a los modernos estudios médicos, podemos conocer el horror que implican esas palabras.

Ante todo, Jesús fue despojado de sus ropas y crucificado completamente desnudo, según el uso romano; no con un taparrabos como suelen mostrar, con lógico pudor, nuestros crucifijos.

Había dos maneras de crucificar a un condenado: atándole los brazos con cuerdas, o clavándolos con clavos. De cualquiera de las dos formas, el reo moría asfixiado. Lo normal y más sencillo era la atadura con cuerdas. San Pedro, por ejemplo, que murió también crucificado probablemente fue ligado con cuerdas según la alusión que Jesús hace a su muerte en el evangelio de Juan: Cuando llegues a viejo, extenderá tus manos y otro te atará (a la cruz) y te llevará a donde tú no quieras (o sea, a la muerte) (Jn 21,18).

En cambio, de los evangelios se deduce que Jesús fue crucificado con clavos. San Juan afirma que, cuando los apóstoles le contaron a Tomás que se les había aparecido Jesús resucitado, aquel exclamó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos… no creeré (Jn 20,25). Y lo mismo parece decir el evangelio de Lucas (24,39).

Los romanos nunca introducían los clavos en las palmas de las manos, como generalmente representan a Jesús los artistas. Sabían que el blando tejido muscular de las palmas no hubiera soportado el peso del cuerpo y este se habría caído de la cruz. Habían aprendido, en cambio, que poniendo el clavo en el pulso, donde se flexiona la muñeca, hallarían un conglomerado de huesillos fuertes y resistentes, capaces de sostener un peso grande. Ahí fue donde introdujeron el clavo.

Al entrar este en la zona del pulso, debió necesariamente tocar el nervio mediano, uno de los más sensibles de nuestro cuerpo, y provocarle a Jesús un supremo dolor.

LA INCREÍBLE AGONÍA

Cuando las muñecas de Jesús quedaron sujetas al palo horizontal, los verdugos lo hicieron caminar hacia atrás y, con una hábil maniobra, lo alzaron y ensamblaron el travesaño sobre la estaca vertical, no muy alta, que ya estaba colocada en tierra. Una vez así colgado, le clavaron los pies, haciendo penetrar el clavo entre los huesos metatarsales segundo y tercero. La operación era tan sencilla que bastaba un solo golpe de martillo. Pero el dolor que provocaba era terrible.

En esta rígida postura, la asfixia le sobrevino rápidamente. Para poder descomprimir el ahogo, tenía que aliviar la tracción de los brazos. Pero, ¿cómo hacerlo? Había una manera: utilizando sus pies como punto de apoyo podía elevar un poco el cuerpo, aflojar la presión de las manos, y respirar por un momento. Pero el dolor provocado al erguirse sobre el clavo del pie era tan grande que lo obligaba a soltarse casi inmediatamente. Lo cual le causaba un nuevo ataque de asfixia. Así, el tiempo de la duración de Jesús en la cruz dependía de cuánto resistía en esta tarea de levantarse para respirar, apoyarse en el clavo del pie y volverse a soltar. Si, en lugar de un clavo, a un condenado le ponían una madera para apoyar los pies, la terrible agonía podía prolongarse aún más, durante varios días. Al revés: cuando querían que un condenado muriera rápidamente, le quebraban las piernas; de ese modo el crucificado no podía ya alzarse para respirar y la muerte le sobrevenía en muy poco tiempo.

SANGRE Y AGUA DEL COSTADO

El gran agotamiento físico de Jesús hizo que su agonía durara pocas horas. Por eso, cuando un grupo de judíos fue a pedir a Pilato que quebrara las piernas de los crucificados para que murieran rápidamente y pudieran retirar sus cuerpos, puesto que iban a comenzar los festejos del sábado y no querían que semejante espectáculo afeara su celebración, los soldados solo quebraron las piernas de los dos bandidos crucificados con él. A Jesús no le hizo falta. Ya estaba muerto.

¿De qué murió finalmente Jesús? El informe médico final dirá: de asfixia, insuficiencia cardíaca aguda e infarto de miocardio. San Juan anota aquí un detalle interesante. Un guardia, para cerciorarse de su defunción, le atravesó el costado con una lanza, y al instante brotó sangre y agua (Jn 19,34). Siempre se pensó que se trataba de un detalle simbólico del evangelista. Primero, porque los cadáveres no suelen sangrar, ya que el corazón ha dejado de bombear sangre. Y segundo, por la extraña presencia del agua. Pero hoy los estudios médicos han confirmado el testimonio de Juan. La flagelación sufrida por Jesús horas antes debió producir un hemotórax, o hemorragia en la cavidad pleural, entre las costillas y los pulmones; y el fluido hemorrágico se separó en dos elementos: un líquido seroso y claro, más liviano, arriba, y otro de color rojo oscuro, más pesado, abajo. La postura rígida del cuerpo en la cruz favoreció esa separación. Por lo tanto, una lanzada no muy fuerte pudo sin duda abrir la cavidad pleural de manera que brotaran, sin mezclarse, los dos elementos de la hemorragia, es decir, la sangre y el agua.

Que lo de la sangre y el agua haya sido real no impide que el evangelista le haya dado un sentido simbólico, para dejarnos un mensaje.

PALABRAS QUE EXPRESAN MUCHO “Y lo crucificaron”.

Es todo lo que dicen los evangelios del suplicio que padeció Jesús. Casi de paso y a las apuradas. No describen la escena, ni dan detalles. Sin embargo, los estudios médicos e históricos que vimos nos ayudan a tomar conciencia de cuánta tortura apretada hay en esta frase.

En el mundo actual, algunas situaciones que experimenta la humanidad son verdaderas llagas vivas: dolorosas, abiertas, sangrantes. Pero a veces los medios de comunicación, e incluso nuestros comentarios al paso en ruedas de café, se contentan con resumirlas en breves frases: pobreza, desempleo, hambre, prostitución infantil, injusticia social, discriminación, sometimiento sexual. Como si al nombrarlas así, casi sin querer y a las apuradas, dolieran menos. Sin embargo, detrás de cada una de ellas se esconde la historia de un ser humano sumido en la brutalidad de su pasión. Para profundizar: Álvarez Valdés Ariel. ¿Por qué Dios permite los males y la muerte? ¿De qué murió Jesús? Editorial Verbo Divino, Navarro 2018. C. Cabezón Martín, Así murió Jesús. La pasión, Edicel Centro Bíblico Católico, Madrid 2003.

TAREA
Ahora que has comprendido esto, lee y medita la pasión de forma diferente. Juan 18, 1-19, 42