En la Sagrada Escritura, Dios ha querido revelarnos su proyecto de amor, de misericordia, de bondad y entrega en donde todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2, 4); en el que nosotros, sus creaturas, podamos actuar de forma más humana teniendo presentes los valores del Reino que Jesús nos ha predicado. Quienes creemos y nos hemos unido a Cristo tenemos la tarea de ser cooperadores del mensaje de
la salvación de Dios, recordando que desde el bautismo somos configurados como miembros partícipes y actuantes de la Iglesia, es decir, que en nosotros también se encuentra el deseo de Dios por hacer visible y posible su proyecto de salvación y redención. Sabiendo este deseo y anhelo de Dios, debemos cada día acrecentar en nosotros nuestra relación y adhesión a la vida y a la enseñanza de Dios y la revelación de la misericordia dada en Jesucristo.
El llamado de Jesús por anunciar la buena noticia, una noticia de salvación que en nuestro mundo debe ser operante y actuante para así ayudar a transformar nuestra sociedad procurando justicia, paz y reconciliación. Nosotros, los discípulos de Jesús, quienes nos hemos sentido llamados y motivados a una vida entregada por medio del anuncio del evangelio, es decir, de la buena nueva, tenemos un alimento que nos vivifica, alimenta y anima para que con fuerza podamos entregar a los demás aquello que hemos recibido. Este alimento que llamamos Eucaristía, que en definitiva es Cristo, se hace pan de vida y bebida de salvación, se parte y se comparte para que, reconfortados por Él, salgamos a dar testimonio de la misericordia de Dios.
El teólogo Andrés Torres Queiruga nos indica que, frente a la Eucaristía, existe una especificidad del Sacramento. La Eucaristía es el sacramento de la Iglesia en el sentido radical; es en este sacramento donde la comunidad se abre a la presencia salvadora de Dios, de modo que, acogiéndola en la fe, alimente su confianza en la ayuda divina y transforme sus vidas, haciéndolas avanzar en la autenticidad religiosa, tanto personal como en entrega y amor a los demás.
Podríamos afirmar que los sacramentos se sitúan en la vida del hombre como aquellos que guían el encuentro de lo humano con lo divino, de la vaciedad del ser con la inmensa misericordia y amor de Dios que quiere cambiar el corazón de la historia del ser humano; por eso, los sacramentos, y en especial la Eucaristía, deben generar un cambio de conducta en la humanidad. No se rata, por lo tanto, de que en la celebración cambie Dios y empiece a actuar, sino de que nosotros reconozcamos, confesemos y acojamos la constante actuación salvadora de aquel que “trabaja siempre” (Jn 5, 17) y “no duerme ni adormece” pensando en nuestro bien (Sal 121, 4). Este es un principio que debería regir toda la vida cristiana y toda la reflexión teológica sobre ella: el problema no está nunca en Dios, que es amor siempre entregado en iniciativa absoluta, buscando únicamente nuestra realización; el problema está en nosotros, que no nos enteramos, nos resistimos respondiendo a medias o, peor, nos negamos a acoger su salvación.
Por esto, la Eucaristía, según la doctrina de la Iglesia, es el centro de la vida, y en ella está la convergencia de todos los demás sacramentos. Esto es debido a que Jesús mismo entrega la vida y se vuelve vida para nosotros, los creyentes. Esta vida, que ha sido entregada al pueblo de Dios, se convierte en memorial; es decir, actualización del misterio pascual de Cristo. El mandato de repetir el “memorial” se remonta a las palabras propias del Maestro cuando dice: “Haced esto en memoria de mí”; es decir, no únicamente de mi cruz, sino de mi entera vida. Esa vida, con todo lo que ella implica, es la que ahora muestra su pleno sentido en la entrega definitiva. Entrega que es el verdadero significado del sacrificio, de “hacer sagrado”, poniendo algo, en este caso la existencia entera, en las manos de Dios, es decir, en la acogida y prolongación de su amor salvador. Haciendo eco del lema de nuestra parroquia, la Eucaristía nos recuerda que no solo debemos conocer a Cristo, tener nuestros “ojos fijos en el Señor”, sino ser capaces de reconocerlo en la Eucaristía, alimentarnos de Él, configurar nuestra existencia con las exigencias y enseñanzas que nos ha brindado, y entregarnos por completo en el anuncio del Reino de Dios en nuestros ambientes vitales para que así podamos dar fruto abundante.
Por último, los invito a que pensemos en la Eucaristía como presencia y encuentro; Cristo es presencia viva de Dios en medio de los hombres, Cristo es presencia siempre ofrecida que se hace para nosotros encuentro real y efectivo. Este encuentro solo tiene sentido y se
puede realizar gracias a que Cristo se nos está haciendo presente.
Existe reciprocidad entre presencia y acogida; Cristo se hace presente en la Eucaristía y
nos acoge para que en su presencia podamos depositar nuestra acción de gracias y además colocar nuestras intenciones que se convertirán en nuestra ofrenda. Recordemos las palabras de Henri de Lubac que nos dice: “La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia”. En este sentido, la Eucaristía es un encuentro integral.
Sintiendo que la Eucaristía es llamada y potenciación para el amor compartido, de trabajo por la igualdad y la fraternidad, cada celebración litúrgica nos mueve a un compromiso comunitario y social, generando en nosotros una conciencia por ver a Jesús y, como dice San Óscar Romero: ver el rostro de Cristo en los hermanos que me muestran a Cristo siervo y Señor. Que cada Eucaristía nos ayude a ver a Cristo, que es alimento que nos reconforta, y verlo en nuestro hermano que se encuentra a nuestro alrededor.